Bernardino Hernández, el fotógrafo del Acapulco Sangriento

Bernardino Hernández, el fotógrafo del Acapulco 'bloody'


“¿Sabes qué es lo peor? La gente ya mira normal tanto muerto, ya no se asustan”, dice el Berna, quien vive de retratar a los ejecutados que aumentan día con día en este antes paraíso y hoy puerto sangriento, el más peligroso de la República.

• Al final, Bernardino Hernández será asaltado por unos pinches federales. Pero como eso sucede hasta el final, empezaré diciéndoles que Acapulco está lleno de cruces y Berna conoce las historias de casi todas ellas. De la que está frente a una secundaria en la colonia Zapata, Berna me dirá que recuerda a un hombre al que le prendieron fuego. De otras dos, de las muchas que hay regadas sobre la avenida Ruiz Cortines, me contará que pertenecen a una jovencita que desollaron y a una señora que mataron a tiros. De la cruz debajo del puente de la colonia Benito Juárez, me platicará que es de un policía al que, después de torturarlo, lo colgaron. “Pero el bato se les cayó por el peso de las cadenas y a’i lo dejaron arrumbado”. En una curva, muy cerca de La Quebrada, Bername hablará de los 16 descuartizados que aparecieron por aquí en el otoño de 2009. Y apenas dejemos la costera Miguel Alemán, me enseñará las cruces de dos hermanos, niños todavía, que fueron asesinados a la vieja usanza: boca cubierta, manos atadas y el tiro de gracia.

Berna es fotoperiodista y vengo a contarles su historia.

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Hace como una semana fue la última vez que dije “aquí me voy a morir”. Deja platicarte, carnal: por a’i de las cuatro de la mañana me avisaron que había un descuartizado, allá en la Zapata. A esas horas, ningún compa quiere salir a tomar fotos porque ya ha pasado que se encuentran a los de la maña y los madrean. Pero yo, tú me conoces, soy bien pinche atrabancado y me jalé pa’donde estaba el muertito. Y apenas llegué a la Zapata, se me cerró una camioneta. Se bajaron dos güeyes enriflados. “¿Qué vergas haces aquí?”, me preguntó uno y luego me apuntó. Sentí de la chingada, carnal. Yo soy prieto, pero ese día me puse blanco, blanco, como crema de concha nácar. “Tranquilo, brody, vengo con doña Mary, la de los taxis, seguro la conoces, trabajo con ella”, le dije, pero la neta no sé si viva por esos rumbos la tal doña Mary. El bato nomás me escuchaba sin bajar el cuerno. Estaba aferrado a que yo era de los contras. “No, brody, al chile que no soy halcón”, le decía, y él me veía y veía como si me le hiciera conocido. Fue el otro bato el que le dijo que los soldados andaban dando vueltas, que mejor me abrieran. “¡Sácate pues a chingar a tu madre!”, me dijo el bato del cuerno y luego se fueron. La neta sí me cagué. Ni ganas me dieron de ir a ver al descuartizado. Ya luego compré unas cervezas, llegué al cantón y me cayó el rollo de por qué me dolían un chingo las manos: por haber apretado tanto el volante, cuando ese cabrón me encañó.

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a) Berna nace en un pueblucho cercano al Cañón del Sumidero. Para ese entonces, agosto de 1968, el cacique de la región ya había matado, entre otros, a unos tíos de Berna. Y como en esa familia no olvidan ni perdonan, los Hernández habrían de huir a Acapulco apenas asesinaran al cacique.

b) Berna se arrastra sobre el piso lleno de hoyos en una colonia cuyos primeros habitantes debieron haber tenido mucha fe cuando decidieron llamarle Hogar Moderno. En ese barrio, Bernadefenderá los dientes, sostendrá un duro duelo con un perro callejero, los mosquitos le chuparán la sangre, y recogerá botellas para vendérselas al chatarrero y darle así algo de dinero a su madre.

c) Berna sigue sin encontrar lo suyo. Ahora vende aceite de coco en la playa y después sacará monedas del fondo del mar, será lanchero y comenzará a correr descalzo en los maratones de Acapulco, y a boxear.

d) Berna gana el maratón y gana, también, el subcampeonato de los Guantes de Oro. Entonces algo le pasa que agarra la costumbre de pelearse en las calles por cualquier pretexto. De esas golpizas sacará tres puñaladas en los costados y un balazo de .380 en el abdomen; perderá intestino grueso y parte del hígado.

e) Berna conoce a un viejo reportero. Se llama Alfredo Sánchez y quiere que Berna le ayude a tomar fotos en el Zócalo. “Si te gustan los madrazos, entonces no le tienes miedo al trabajo”, le dice don Alfredo.

f) Berna aprende cómo se usa una cámara, se enseña a revelar las fotos y luego es él quien las toma. Don Alfredo le regala un flash, una moto y una cámara. Cuando Berna piense que la vida no es tan ingrata, por ahí de 1983, el viejo morirá.

g) Berna pesetea, vende playeras en la playa y rescata a una chica que se ahogaba en el mar.

h) Berna se va con la chica a Tijuana. Volverá en cuatro años, cuando la chica le diga que, la verdad, nunca estuvo enamorada.

i) Berna se despierta con una de las peores resacas que haya sentido. Se mira al espejo. Le dice a su reflejo: Hasta aquí, cabrón. Se baña, almuerza y sale a buscar trabajo. En unos días será el nuevo fotógrafo de Trópico, un periodiquito que sólo circula en las oficinas de gobierno.

j) Berna suda, se gana el pan de cada día. Lo llaman de El Heraldo de Acapulco y, un par de años después, salta a Tribuna del Sur. Hace fotos de todo, incluso él mismo sigue fotografiando bodas y 15 años, pero a él le gustan los chingadazos y se va a la sección policial de El Sol de Acapulco.

k) Berna es hoy fotógrafo freelance. Trabaja para El Sur, Cuartoscuro y la agencia de noticias AP. Nunca ha tomado un curso de fotografía, tiene 45 años y ahorita está retratando a unos hermanos que hasta hace pocos minutos se llamaron Norvelio y Gilme Vinalay; como no quisieron pagar la cuota, en pleno mercado municipal les dispararon.

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Si alguna vez has ido a Acapulco habrás notado que la ciudad se levanta lastimeramente hacia el cielo, aunque en realidad esté bajando al infierno. En este Acapulco, donde no hay bikinis ni puestas de sol, la guerra lleva ocho años. Hoy los Beltrán Leyva y Los Zetas se han unido con cárteles venidos a menos para acabar con El Chapo Guzmán, aunque antes estaban peleados todos y, mucho, mucho antes, Los Zetas eran los únicos enemigos a matar. Durante ese tiempo, policías y militares también han peleado su tajada, la línea entre el gobierno y el narco no ha estado muy clara, y la prensa local ya no suele publicar estas cosas. El último logro de Acapulco le dio vuelta al mundo: es la ciudad más violenta de México. Los casi dos mil 750 asesinados que hubo en 2012, avalan que estamos frente a nuestra mejor máquina de matar. Pero ya me desvié. Yo vengo trepado en el Tsuru de Berna y nos dirigimos a la avenida Ruiz Cortines, donde mataron a un joven dentro de su carro, afuera del Kentucky Fried Chicken.

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Ahora que Berna maneja en sentido contrario por la transitada y ruidosa avenida Cuauhtémoc, recuerdo esa vez que lo conocí. Berna culebreó por atajos muy arriesgados para llegar a Pie de la Cuesta y fotografiar a un chofer al que le habían metido dos balazos de .38 súper. Que me acuerde, nunca perdió la vista hacia al enfrente. Ni siquiera cuando pasábamos por una calle, por una cruz o por un puente y Berna contaba puñados de historias y yo le dije que era una biblia del crimen. Hoy va haciendo lo mismo, así que debe ser un hábito.

“En esa esquina levantaron a siete morros”. “El puente que estamos pasando es el de Tuncingo y aquí han colgado a un chingo de cabrones”. “En esta avenida comenzó una de las balaceras más cabronas; los sicarios quemaron luego los puestos ambulantes y el fuego se extendió hasta la Comercial Mexicana”. Le digo a Berna que sus historias me hacen creer que estoy sangrando y él solo suelta una sonrisa Kodak.

Pero Berna no es de ésos que gozan de chapotear entre las vísceras. De hecho, antes de tomar cualquier foto, espera a que se le reacomode el corazón. “Convivo con la muerte, pero no es mi amiga”, me dijo la vez que lo conocí, “Yo no dejo de perder la sensibilidad porque ese día ya valí madre”. Hoy le pregunto por sus códigos. “Pa’mí lo importante, más que nada, es el respeto a las víctimas”, me dice casi cuando llegamos al Kentucky. “Por eso nunca tomo rostros ni cicatrices y trato, y no sé si lo logro, de que mis fotos sean como un mensaje a los jóvenes de que así pueden acabar”.

Berna se baja como un resorte. Saca su cámara. Se la amarra a su mano. Se echa encima una mochila que pesa como un muerto y corre. Ahora disminuye el paso. Y es entonces que se da cuenta de que el chico baleado ya ha sido llevado a la morgue; lo han trasladado con todo y carro porque éste tenía reporte de robado. “A veces cuando llego tarde busco un detalle”, me diceBerna. Y un detalle puede ser un casquillo, un zapato, una gota de sangre. En este asesinato nada de eso habrá.

—¿Te frustra que después de manejar media ciudad no tomes ninguna foto?—, le pregunto camino al Semefo.

—La neta, no. Lo que me frustra es ver tanta pinche muerte.

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Un día me hablaro pa’decirme que había un efrentamiento aquí, en la Simón Bolívar. Yo andaba por a’i cerquita y me jalé. En ese tiempo tenía un vochito rojo que corría con madre, pero yo me fui despacito pa’dar chance a que llegaran primero los federales. Te estoy hablando de que hice como 10 minutos pa’llegar. Y ande cabrón, llegué cuando todavía estaba la pinche balacera. Me asusté un chingo carnal. Sentí a la muerte agarrarme de la mano. Me bajé de volada y, tirado como lagartija, di hasta la casa de una doña que no me dejaba entrar pero yo me metí a la fuerza. Me salté la barda y fui a esconderme debajo de una pileta bien apestosa. A mí se me hizo que la balacera duró como dos horas, pero ora sé que nomás fueron unos 20 minutos. Cuando comencé a escuchar las sirenas, asomé la cabeza. Unos compas me dijeron al verme: “Pensábamos que te habían levantando porque tu vocho está todo rafagueado”. Me acuerdo bien de cada uno de los 18 cuernazos que le metieron a mi coche.

(Berna habla mucho con poco aire. Y habla, también, como si platicara una película de acción, sólo que él es el protagonista).

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“¿Ya tienes el seis cinco del once con treintaidós?, pregunta Berna penas le contestan del otro lado del celular. El 6-5, para quienes no hablamos el argot de la policía, se traduce como la ubicación; un 11 significa muerto y el 32 es que, por lo menos, le dispararon. Cuando cuelgueBerna, le pediré que me diga lo que para él es la muerte. Él se rascará el largo pelo que amarra con una liga y, después de pasarse un semáforo en rojo, me dirá: “Dormimos con la muerte, es como una esposa, debemos respetarla y no discutir con ella”.

—¿Te gustaría que a ti te retrataran cuando mueras?

—Puede que lo hagan, porque recibo muchas amenazas. Una vez estaba en el asta bandera con unos compas, cuando me hablaron pa’decirme que había unos muertos por la Escénica. Más tardé en decirles a mis compas que había un 11 que en llegarme un mensaje a mi celular. Decía: “Seguro ya estás en la Escénica, cuídate pinche greñudo”. No fui y durante unos meses no vi a ningún muerto.

El nuevo muerto de Acapulco nos queda lejos. Sólo por el Maxitúnel y manejando otra avenida en sentido contrario, dice Berna, llegaríamos antes de los peritos del Semefo. “Yo sé que los policías y nosotros los fotógrafos manipulamos la escena del crimen”, se sincera, “Pero los peritos están peor: concluyen que el muerto fue asesinado por arma de fuego y nunca investigan”. Berna es de los que se quejan porque saben. De enero a esta fecha, 20 de abril de 2013, hay ya 40 homicidios de mujeres y ninguno está resuelto. Tampoco hay nada de los poco más de 450 asesinatos que ha habido en Acapulco, todo el año.

—Oye, Berna —le digo—, ¿entonces aquí uno puede matar a quien quiera y no pasa nada?

—Nada, carnal. ¿Y sabes qué es lo peor? La gente, la pinche gente. Mira normal tanto muerto, ya no se asustan. Y pos así está cabrón.

***

La polvosa calle Colmenares, en la colonia Río Seco, está abarrotada de gente. A un chico de 17 años acaban de darle cuatro tiros mientras miraba el televisor. Si quisieras buscar a Berna, ¿dónde mirarías? Probablemente intentarías encontrarlo en la sala, donde los fotógrafos se desperdigan más o menos descansando, más o menos conmocionados. Hasta podrías imaginarlo platicando con aquel vendedor de periódicos que justo ahora pasa, trepado en su camioneta, gritando que las ejecuciones no tienen para cuándo acabar en Acapulco. Bueno, pues Berna está replegado en la acera de enfrente. “Primero tomo aire, carnal”, me dice, “luego dejo que se salgan todos los compas porque ellos van por la sangre y a mí como que me estorban; ya luego voy a entrar, voy a pensar la foto y me voy a salir en chinga”. Así como lo ha dicho, así lo hace. Trae una cara como si de él fuera el muerto.

—¿En qué pensando ahorita?—, le pregunto.

—En el morro. Tenía 17 años, ni siquiera había vivido, aunque ya tuviera una hija de un mes. Pinche Acapulco, está muy cabrón.

POSDATA

Pero ni colorín ni colorado. Al despedirnos, el sábado por la noche, unos federales detuvieron a Berna. Por lo que me contó por teléfono, los policías le quitaron su cartera, le robaron seis mil pesos y lo amenazaron. Entonces supe que la violencia es la que nos persigue.






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